Una persona camina por la ciudad, despacio. Se detiene un momento y sigue. Se detiene de nuevo. Saca su móvil, pero no tiene batería. Avanza unos metros. Para. Vuelve atrás. Mira el nombre de la calle y no le dice nada. No sabe dónde está. De hecho, ni siquiera tiene claro de dónde venía, ni recuerda a dónde quería ir.
Es una escena que dicen que es recurrente desde que los extraterrestres llegaron a la Tierra. Fue poco después de encerrarnos en casa. Un virus, nos dijeron. La policía controlaba la gente con imperativos legales en forma de multas de un estado de alarma. Después vino el ejército, con sus hospitales de campaña, que se transformaron en refugios seguros para ellos. Dónde los galones pasaban la noche antes de seguirnos cuidando, metralletas en mano, para que siguiéramos encerrados. Por nuestro bien, nos informaban. Los policías ya no tenían autoridad. También estaban encerrados por un estado que ya no era de alarma sino alarmante. Quien salía a la calle, muchas veces, no volvía a casa. Ha sido el virus, nos aseguraban. Y aumentaban un punto más la estadística de desaparecidos que nunca se encontraban.
Éramos como ovejas cansadas y atemorizadas, pendientes de un lobo que no veíamos pero que nos decían que estaba, que sabíamos que estaba allí, y dábamos las gracias a nuestros vigilantes por salvaguardarnos de todo el mal que había fuera. En una calle que había sido nuestra. En una ciudad que había sido nuestra. En un país. En un mundo que creíamos que algún día volveríamos a poseer.
Mientras, nosotros vivíamos la vida a través de una pantalla por donde nos informábamos, mirábamos, charlábamos, rezábamos y hacíamos cosas parecidas a follar; mientras, nosotros seguíamos comprando cervezas al por mayor y buscábamos cualquier camello de guardia que nos ayudase a dormir; y, mientras, descansábamos tanto de noche como de día y las bicicletas estáticas se llenaban de polvo. Mientras nos acostumbrábamos a estar encerrados y callados y tranquilos, la naturaleza se abría camino y recuperaba los espacios que antes habían sido suyos: los pájaros hacían nidos de nuevo en el centro, las plantas llenaban el cemento que rebozaba la ciudad, los ríos estaban limpios y los delfines llenaban los puertos y los jabalíes las ciudades.
Y seguíamos dando las gracias y siendo fieles a nuestros líderes salvadores como el perro que después de una paliza a palos sigue poniéndose contento cuando él llega a casa y se levanta dolorido para ir a encontrarlo en la puerta. Porque saben que es bueno para ellos. Porque saben de quién es la comida y la casa. Bajábamos la cabeza y nos hacían sumisos. Y en nuestros iPads, móviles, ordenadores y televisores vimos las naves redondas que tapaban el sol en súper alta definición. Lo hicimos así, en lugar de sacar la cabeza por la ventana. Seguramente por costumbre. Quizás porque no nos atrevíamos a comprobar que todo aquello era real. Preferíamos pensar que era la octava parte de Independence Day. De Mars Attack. De Plan 9 desde el Espacio.
Y nuestros políticos les salieron a recibir. También lo vimos a través de las pantallas. Parecían inútiles e inofensivos. No llevaban ni mascarilla ni guantes, pero todos pensábamos que aquello era mucho peor que el virus. Y se encajaron las manos. E hicieron una fiesta y un banquete. Y un baile y varias reuniones. Todo televisado. Risas y música y globos y fuegos artificiales que llenaron el cielo de los televisores de chispas de colores. Nos explicaron que los alienígenas estaban luchando contra el virus con sus armas modernas, con sus agentes químicos de última generación y con una voluntad de otro mundo.
Desde las casas seguíamos la evolución, impacientes por descubrir el final de la película, de la serie documental de moda, del último éxito pop que volvía a reunir ante las pantallas a toda la familia. Como nos contaban nuestros padres. Como cuando los cuentos en los colores cálidos de la chimenea tuvieron que dejar paso a aquellas primeras imágenes en blanco y negro con la familia acurrucada en un sofá donde no cabían todos.
Cada día teníamos doble sesión: la del mediodía y la de la noche. Y, entre ellas, las redes sociales nos mantenían informados de todo lo que iba sucediendo. También había quien decía que no era verdad, que los extraterrestres no estaban aquí para ayudarnos, sino para exterminarnos. La típica resistencia a los cambios que tienen muchas personas que no saben evolucionar, nos decían.
A nosotros siempre nos pareció que toda buena historia debe tener un antagonista fuerte y malvado, y creíamos que quizás lo habíamos encontrado en aquellos ingenuos que pensaban que salir a la calle a matar elefantes con escopetas de balines los haría los personajes principales de una novela que ya estaba escrita.
Colgaban fotografías y artículos donde te aseguran pruebas del mal que estaban haciendo nuestros amigos del espacio exterior e intentaban que, argumentaban, abriéramos los ojos ante la evidencia.
Fake news, explicaban a las pantallas. Fake news provenientes las redes sociales. De cuentas fantasma controladas por bots que sólo quieren desestabilizar el precario equilibrio de la alianza cósmica. Y debía ser cierto, porque aquellas cuentas desaparecían para no volver a hablar nunca más. Desactivados, afirmaban. Pero seguíamos teniendo enemigos, aunque más débiles de lo que cualquier buena película quisiera pedir, porque cada día se creaban nuevas cuentas con las mismas mentiras.
Y soltaban nuevas fake news. Unas que hablaban de la proliferación de personas que caminaban por la ciudad, despacio. Que se detenían un momento y que seguían. Que se detenían de nuevo. Que sacaban su móvil, pero no tenía batería. Que avanzaban unos metros. Que paraban. Que volvían atrás. Que miraban el nombre de la calle y que no les decía nada. Que no sabían dónde estaban. De hecho, que ni siquiera tenían claro de dónde venían, ni recordaban a dónde querían ir.
Nueva normalidad, lo llamaban.
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